Editorial

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http://dx.doi.org/10.24038/mgyf.2018.011

Pedro Javier Cañones Garzón

Director de Medicina General y de Familia

Aunque constituya un hecho habitual, no deja de ser sorprendente que la mayoría de programas de televisión denominados “de entretenimiento” recurran cotidianamente a exponer las desgracias individuales, con mayor profusión de detalles y de reiteración cuanto más ominosas. De este modo, los platós y sus trasuntos (los receptores de televisión) se han convertido en escaparates del dolor, de la miseria, de la ignorancia, de la incultura, de la zafiedad, de la enfermedad, en suma, del sufrimiento ajeno con nombre y apellidos.

En ocasiones, estas situaciones nos aparecen ornadas de una llamada vacua y un tanto hipócrita a la solidaridad colectiva. Con ello tratan de despertar los más altruistas sentimientos de la audiencia, como cuando se aprovechan estas descripciones pormenorizadas del sufrimiento para hacer proselitismo de determinadas actitudes: las más asiduas tienen que ver con la captación de fondos económicos para apoyar acciones indudablemente bien intencionadas; las dudosamente intencionadas ni se mencionan.

Cada vez es más frecuente observar que se incorpora al relato la figura de algún famoso, como adalid, embajador o cargo similar en relación con la iniciativa, en una especie de liturgia que, además de toda otra respetable pretensión, constituye un acto promocional de su misma persona.

En este contexto, la explotación audiovisual del sufrimiento infantil, en cualquiera de sus facetas, pero especialmente la relacionada con enfermedades de pronóstico infausto, adopta cuando menos el carácter de preocupante.

Recientemente hemos asistido a la celebración del “Día Internacional contra el Cáncer Infantil”. Con esta efeméride como excusa, hemos presenciado a través de las pantallas un verdadero desfile de niños marcados por historias vitales más o menos terribles, más o menos dolorosas, más o menos esperanzadoras; niños cuya imagen personal ha quedado permanente e irremediablemente unida a un diagnóstico médico y a una etiqueta con connotaciones sociales múltiples: cáncer.

Sin entrar a valorar los aspectos meramente legales del respeto a la intimidad del menor, de hasta qué punto nadie (ni siquiera sus progenitores) está legitimado para autorizar el empleo (demasiadas veces espurio) de su imagen, de la protección y de la búsqueda de su mayor bien, es evidente que en esta sociedad contemporánea reina por una parte el exhibicionismo (aunque, como en el caso de los niños, sea involuntario) y su contrapartida, el vouyeurismo. En directo en los estudios de televisión o por medio de reportajes grabados en el interior de habitaciones y de dependencias de un hospital, las imágenes de niños enfermos de cáncer han sido emitidas sin que nadie se haya parado a pensar si obtenían de ello algún beneficio personal, si, más allá de despertar la compasión del espectador, su testimonio público mejoraba algo su calidad de vida, o si, más bien, se les asignaba un estigma social de consecuencias impredecibles.

Más lamentable todavía resulta que sus nombres, sus familias, sus historias personales, se han empleado una vez más para suscitar la generosidad del espectador y conducirla a la compra de “bisuterías” simbólicas o a la directa donación económica, todo ello destinado a organizaciones que manifiestan su compromiso con la investigación del cáncer en los niños. Sorprendentemente, muchas de estas imágenes cuentan no solo con el apoyo tácito sino con el refrendo explícito de la presencia de profesionales de la medicina, algunas de cuyas estructuras clínicas son las destinatarias últimas de esas recaudaciones.

Cierto es que el entorno de estos hechos no permite hablar de mendicidad infantil, pero habrá que reconocer una preocupante similitud, aunque los fines sean mucho más respetables. Nuestra opulenta sociedad no debería necesitar este tipo de estímulos para actuar con verdadera justicia (la caridad mal entendida está de más en este asunto).

No me siento capacitado para emitir ninguna recomendación en relación con estos hechos. Nuestras normas legales son muy difusas a este respecto; a lo que parece, los referentes éticos de nuestra sociedad en su conjunto son cada vez más laxos. Quizá solo nos quede levantar la voz siempre que podamos para llamar la atención de colegas como los mencionados, de los poderes públicos competentes en materia de sanidad y de medios audiovisuales, y de los ciudadanos capaces todavía de ser sensibles y de no dejarse llevar por la efímera sensiblería, apoyada, por si fuera poco, en un evidente atentado a la intimidad de quienes no pueden defenderse.