Editorial

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*Autor para correspondencia
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pcanonesg@semg.es

http://dx.doi.org/10.24038/mgyf.2022.066

Pedro Javier Cañones Garzón

Director de Medicina General y de Familia


Tradicionalmente las convocatorias de huelga en el ámbito de la Atención Primaria tienen una trascendencia limitada: la atención a procesos urgentes está garantizada en este y en otros niveles del sistema sanitario y los servicios mínimos que suelen decretarse reducen de manera evidente su impacto real.

Las huelgas de los servicios públicos resultan muy impopulares y, en general, ya se ven afectadas de inicio por la antipatía garantizada de la población. No obstante, el progresivo deterioro de nuestro sistema sanitario en su conjunto, y en particular de la Atención Primaria, ha propiciado que las reivindicaciones de los profesionales de la medicina de Atención Primaria cuenten con un apoyo de la población nada desdeñable, evidenciado en las grandes manifestaciones y en las concentraciones singulares convocadas.

Tratando de soslayar la grandilocuencia y el tremendismo habituales de los titulares de los medios de comunicación, evitando caer en la tentación de la crítica directa a las declaraciones (demasiadas veces desafortunadas) de los responsables políticos y de alguna corporación profesional, lo cierto es que los argumentos empleados desde la administración sanitaria en contra de las reivindicaciones de los profesionales siguen sin tomar en consideración la gravedad de la situación y lo perentorio de abordar medidas trascendentales que supongan devolver al sistema la suficiencia de recursos humanos y materiales que objetivamente resulta imprescindible desde hace décadas. Hasta el momento, la estrategia política continúa por los cauces de siempre: reiterar las mismas promesas tantas veces incumplidas; proponer medidas cargadas de descripciones retóricas, ampulosas, vacías de contenidos concretos y carentes de dotación presupuestaria documentada; presentar como ofertas de negociación decisiones impuestas por instancias administrativas, económicas, laborales, jurídicas o de cualquier otro tipo… Y por supuesto el empleo de la descalificación general, gratuita, injustificada y torticera tanto de la representación sindical como de los miembros que le confieren visualización.

Lo cierto es que vivimos tiempos en que se tambalean el prestigio y la solvencia de algunos de los considerados “mejores sistemas sanitarios del mundo”, a juzgar por las situaciones en que se encuentran el Sistema Nacional de Salud español y el National Health Service británico. Es exasperante la falta de liderazgo en la gestión integral de ambos servicios públicos, con lo que la alegoría de la bicicleta es ilustrativa e inexorable: si se deja de pedalear, la bicicleta no solo se detiene, sino que además se cae.

Algunas decisiones recientes en ciertas comunidades autónomas colaboran, no obstante, a un moderado optimismo. Así, se ha hecho pública la materialización de acciones encaminadas objetivamente a fidelizar a los profesionales, especialmente a los más jóvenes y a los residentes que finalizan su periodo de formación; se ponen cifras concretas no solo a los topes de las agendas de cada profesional, sino a la manera de organizar y compensar los excesos de pacientes citados; se discriminan positivamente y se mejoran las condiciones laborales y retributivas de puestos de trabajo de difícil cobertura o de mayor penosidad de desempeño. Ni mucho menos son medidas generalizadas, desgraciadamente; no obstante, permiten intuir que algunos responsables políticos comienzan a entender que, en un ámbito tan esencial como este, en que la escasez de profesionales se hará mucho más evidente en los próximos años, se hace obligatorio “pujar” decididamente por tales profesionales para evitar su fuga hacia ámbitos laborales o territoriales más propicios a sus legítimas aspiraciones.

Por otra parte, políticos y profesionales deberían poner en marcha una estrategia general de sensibilización de la población acerca de la necesidad de emplear los recursos sanitarios de manera mucho más adecuada. No es posible seguir atendiendo con el mismo nivel de diligencia las demandas superfluas y las necesidades impostergables de los pacientes; no es lícito emplear recursos personales y materiales en prestaciones de gran impacto mediático pero de dudosa eficiencia, a costa de limitar otras cuya repercusión positiva sobre los ciudadanos es palmaria aunque con menores efectos propagandísticos. La más que probable pérdida de rédito político derivada de la puesta en marcha de campañas intensivas de concienciación de la población acerca de la finitud de los recursos sanitarios debe ser asumida por todo gobernante responsable y honesto, como parte del compromiso cívico que explícitamente ha adquirido.

A todo esto hay que añadir que los profesionales deben mantener e incluso renovar su compromiso para con la población a la que sirven, a partir del cumplimiento escrupuloso, diligente y técnicamente irreprochable de las funciones que les han sido encomendadas. Por cierto: entre esas funciones también se encuentra la de denunciar, donde y cuando corresponda, las carencias y disfunciones del sistema y colaborar con los poderes públicos de todas las formas legalmente establecidas (entre las que se incluye el ejercicio del derecho a la huelga) para paliar dichas carencias y disfunciones. Todas ellas son obligaciones éticas ineludibles.